Triste apología de un recuerdo

 

No te miento cuando te digo que tu cuerpo huele a árbol, huele a roble humedecido por la lluvia, como aquel árbol donde de noche jugamos a buscarnos; yo me escondo, me hago diminuta entre sus raíces, luego tú pronuncias mi nombre y no respondo. Mi silencio hace que entres en la cálida desesperación de un enamorado que no encuentra lo que ama, gritas mi nombre... no te miento, quiero reírme, pero me cubro la boca, porque quiero saber cuánto es que me amas.

Tu mano recorre la piel áspera del árbol y al encontrase cerquita de la mía, me apresuro a asustarte con la araña de mi mano. —­­­Eres tú— me dices, y con tus manos me recoges de entre las hojas secas como un bebé abandonado, me acercas a ti, me escondes entre tu cuerpo y tus brazos, creo que tus labios me susurran algo, pero no los escucho. El viento sopla mi oreja, su silbido me hace recordar que existen las horas. Hace horas tenía que haber llegado a casa. 

Nos sentamos un rato bajo la sombra del árbol. No hay sol, pero pareciera que queremos cubrirnos de la luna, para no ver absolutamente nada de lo que somos.

Creo que tengo sueño, recuesto mi cabeza en alguna raíz que figuro tu pecho, no quiero abrir los ojos, pero repito lo que antes dije ­­­—Hueles a árbol, a un roble.  Mientras acaricias mi cabello, mi oreja que se esconde entre mi cabeza y tu camisa, escucha las campanadas internas, puedo permitirme creer que es el sonido más conmovedor de la noche. Me gusta imaginarte aquí, y que yo, de estar, ha de ser en tu pecho, quizá allí has de guardarme, en la orilla de tu corazón, donde están las cosas que ya quieren salirse pero que no saben cómo.

  -Bertha Landín

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