Cafetería
Me
acuerdo de esa noche en que el café besaba amargo. Afuera serenaba un poco como
si el cielo me invitara a llorar con él y en el intento de negarme, ahogué con
mi saliva el nudo que se sujetaba de mi garganta. Mi dolencia se vio perturbada
por las voces que venían desde algunos asientos lejanos al mío, celebraban algo
y sin interés aparente les bajé el volumen, dispuesta a solo escuchar los
recuerdos que salían de mí, proyectándose en el cristal sucio de la cafetería;
vi reproducir el teatro modificado de lo que un día fueron mis ilusiones,
diseñadas para hacerme doler, como me gusta. Se hicieron las 10:00 y no
llegaste, no me sorprendió en lo absoluto, pues nunca te invité, pero
ingenuamente creí que llegarías, como buscándome con la prisa de encontrarte con
mis ojos. Siempre es lo mismo, miro hacía la puerta, espero que entres, espero
que pidas un café sin azúcar mientras caminas y le das la espalda al mesero
dirigiéndote hacia mí. Tu voz destruye todo sonido, todo ruido, tu voz se
vuelve todo. Pero hoy no será ese día, ni ayer lo fue, estoy consciente de que
mañana tampoco lo será y vendré, me sentaré cerca de la ventana, y tal vez pida
el café de otra forma, para sentir que me revelo contra la rutina, rutina que
con su boca continúa tragándome… Ha comenzado a llover, las gotas suicidas se
rompen en la ventana, en el suelo, en mis ojos. Cuando bebo café sola, no me
siento tan sola. El mesero ya no se sorprende de que esté llorando.
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